miércoles, 16 de julio de 2008

Buenas intenciones


Mis tres o cuatro lectores ya sabéis que en este blog no hay casi nada cierto, pero esto sí lo es.

He recibido en el e-correo una nota de uno de vosotros que, con muchísimo cuidado para no hacer sangre, me ha dicho, mas o menos, que si pienso vivir de escribir es mejor que lo olvide. Respuesta: bien claro está en la cabecera, “esto no es literatura”. Solo lo hago porque me gusta leer y escuchar historias, anécdotas, relatos y todo aquello que cuente una historia.

No soy un fino y sofisticado degustador de libros y me fio más de lo que me gusta que de lo que me venden, pero creo que sé distinguir lo que es bueno. En todo caso, conozco y lamento mis limitaciones.

A ver, clarito, ESTO NO ES LITERATURA y creo que haríais bien en tomarlo como esas cosas intrascendentes que nos contamos unos a otros a lo largo del día y que no merecen ser recordadas.

Agradezco al interesado su preocupación por que no me sienta defraudado, pero lo que no se espera no se anhela y no espero comentarios elogiosos.

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Creía que lo había publicado cuando comencé este blog, pero he revisado las entradas y veo que lo olvidé:

Principios de "se non è vero"

  • Esto no es literatura.
  • Casi nada de lo que aquí aparece es cierto.
  • Todo es propio. La excepción es el comodín de la cabecera, que es de Heraclio Fournier.
  • Como todo es mio, todo es gratis. No hay derechos de autor ni nada parecido. Si algo te interesa, tómalo. En cuanto al bufón, si el señor Fournier no se ha molestado porque yo lo cogiese, no veo porqué iba a molestarle que lo tome otro.

domingo, 13 de julio de 2008

Viven entre nosotros

Esta tarde ha aparecido Simone por el bar; como siempre que viene por aquí, me ha hecho una visita. Voy a contaros como la conocí.

Hace tiempo tuve que ir a Vigo por motivos familiares. Como no podía tomar días libres y tampoco tenía gana de conducir tantos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, me pareció adecuado tomar el tren nocturno e intentar dormir algo durante el viaje.

Llegué con tiempo y ocupé mi sitio en el convoy: coche 101, departamento 3, plaza 303. Saqué de la bolsa los dos libros con los que pensaba ocupar el tiempo hasta amodorrarme y los hojeé por encima. Uno de ellos era un tratado sobre numeración finita que me veía obligado a consultar para resolver unos problemas en un seminario que estaba impartiendo. El otro era un ejemplar de bolsillo de "Un ojo de vidrio (memorias de un esqueleto)", de Castelao, que me habían regalado hacía tiempo y aún no había abierto ¿qué mejor para un viaje a Galicia que un texto del padre del gallegismo?, ¿qué mejor que un libro que no llega a las ochenta páginas para leer entero antes de dormir? El ruido de la estación, la falta de mesa, la luz inadecuada para un texto en letra pequeña,... me decidieron por el relato; el libro de texto ya lo ojearía en el hotel, pues a pesar de la insistencia de mi tía y asustado solo de pensar en ella desviviéndose por cumplir como la perfecta anfitriona de familiares, me excusé y tomé habitación en un hotel.

No había leído tres páginas cuando llegaron, casi al mismo tiempo, mis compañeros de viaje. La primera en aparecer parecía la Miss Sayer de "la reina de África", una inglesa de opereta: larguirucha, pecosa y pelirroja; vestía de forma informal pero igualmente seudo británica, una chaqueta de tweed con coderas. Aparentaba tener entre treinta y cuarenta años, imposible precisar más. Se presentó como Simone, residente en A Coruña y en Madrid, según le viniese mejor. Inmediatamente se estableció entre nosotros una corriente de simpatía.

Seguidamente entró en el departamento una matrona de aspecto severo que apenas saludó con un "buenas noches tengan ustedes" y se sentó, muy tiesa, frente a mí. No nos dijo su nombre, y aunque no me miraba, su actitud, tan estirada, tan quieta y tan pálida como una figura de cera, me puso muy nervioso. Vestía ropa oscura bastante anticuada, aunque no se apreciaba desgaste por el uso y se veía que era de calidad. Completaban su atuendo un collar de perlas como nueces que juraría que era auténtico y algunos anillos de pedrería con aspecto de valer más que muchos de mis salarios.

El último en instalarse fue un tipo maduro de aspecto desbordante, no por su volumen, sino porque parecía bullir continuamente, no paró ni un momento de hablar y moverse. Este si se presentó; dijo ser el marqués de Abredes, tan satisfecho de sí mismo como si nos hubiese revelado que era el arcángel San Gabriel y que venía a proporcionarnos las claves para entrar en el paraíso. Era peculiar también en su atuendo, con ropa totalmente nueva y ostentosa, todo con un par de centímetros de desfase: los zapatos con una puntera ligeramente excesiva, el pantalón algo ajustado, la camisa un pelín estridente y con el cuello abierto un botón de más, mostrando una mata de pelo negro sobre un pecho amarillento, reloj, pulseras y anillos bastante cargados de oro, el pelo ralo por encima y con caracolillos engominados en el cuello. Todo el parecía tener la consistencia y el brillo del sebo.

Cuando cesó el trajín de bultos y maletas y cada uno de nosotros estuvo en su asiento, volví a abrir mi libro intentando evitar conversaciones sobre el tiempo o sobre quiénes éramos ya a qué nos dedicábamos pues mi profesión y procedencia nunca han sido uno de mis temas favoritos y, aunque sentía curiosidad por Simone, que me parecía una persona interesante, el precio a pagar hubiera sido enterarme de quienes eran los otros dos y además explicar quién era yo, así que dejé para más adelante la conversación a la espera de que se presentase otra ocasión. Aunque a toro pasado es fácil decir que ya los veía raros, ciertamente es que lo eran; tanto por su aspecto como por su forma de hablar o su comportamiento no parecía que se pudiese confiar en ellos para nada.

La matrona se limitó a farfullar para sí algo sobre la mala educación, pero el pequeño libro no fue obstáculo para la facundia del marqués, que hizo algunos comentarios sobre la conveniencia de leer con tan poca luz y una obra tan poco adecuada para hacerlo de noche. Debo explicar para quien no lo haya leído, que es un cuento cómico bastante macabro sobre la vida de ultratumba, con esqueletos que juegan con cráneos de niños y muertos vivientes, y con una carga social pretendidamente demoledora pero que ahora nos parece bastante inocente y lineal; en todo caso, una obra curiosa. Y sobre esta base, el marqués nos hizo partícipes de algunos lugares comunes y consejas de pueblo sobre los misterios de la noche, la más inquietante de las cuales era que "los vampiros existen, vaya que sí, si yo les contase...”, a lo que la matrona respondió que "si no sabía de lo que hablaba, debería callarse y si lo sabía, debía callar con más motivo", enzarzándose en una discusión que solo ellos eran capaces de seguir. opositeEl marqués dirigía a la matrona miradas como dardos desde las rendijas de sus ojillos enrojecidos; la matrona le taladraba con unas miradas fijas desde unos ojos sin más expresión que su dureza. Simone, que seguía con curiosidad y descaro los acontecimientos (solo le faltaba tomar notas) me miró significativamente y salió en dirección al vagón cafetería; tras unos momentos emití un tímido "disculpen" y también salí huyendo de la batalla que se adivinaba.

Cuando aparecí en la cafetería con aspecto de gato escaldado, me obsequió con una sonrisa y con un carajillo que me había pedido, previendo que no íbamos a poder echar una cabezada con aquellos dos elementos compartiendo nuestro espacio. Me contó entonces algunas cosas de ella. No, no era inglesa, sino gallega por su padre y normanda por su madre. Impartía antropología en una universidad en Madrid y, según ella, compartíamos el sello característico de muchos profesores, a lo que atribuía el mutuo interés que nos habíamos mostrado. La panocha de su cabeza y el aspecto de noble rural británica que exhibía también eran otra razón para interesarme por ella, pero lo callé, pues parecía que iba a ofrecerme una monografía conversacional y me apetecía escuchar a alguien con cosas que decir y que no me obligase a demasiadas respuestas.

Durante un rato la conversación, como no, fue sobre nuestros compañeros de compartimento. Simone, viajera habitual de esa ruta, los había visto otras veces aunque nunca había compartido recinto con ellos ni los había vistos juntos. Después seguimos hablando sobre nuestros trabajos, cuyo único punto en común era el de desarrollarse con alumnos universitarios: ella era catedrática y yo profesor eventual; su campo era la humanidad imprevisible y el mío las matemáticas exactas; ella progresaba en un trabajo de campo y yo me limitaba, por el momento, a dar clases; ella publicaba habitualmente y era invitada a dar conferencias y seminarios, mientras que yo tenía bastante con que se acordasen de mí en el claustro y en mis clases; me consuela saber que aún tengo bastante carrera por delante. Me contó que su investigación actual era, precisamente, acerca de los mitos sobre muertos vivientes en Galicia y el norte de Portugal, y que, aunque el libro que yo estaba leyendo no tenía conexión directa con su labor, lo había leído por no dejar ningún elemento potencialmente útil sin revisar. Y así proseguimos el viaje, entre anécdotas, cafés y silencios, sin osar regresar con aquellos ogros, respecto a los cuales Simone, entre dos chupitos de orujo, dictaminó que debían de ser vampiros. Apoyaba su opinión, aparte de en el orujo, en varios puntos que científicamente me expuso por orden: a) sus facciones eran anormales, la tez de la matrona como cera y la del marqués como de pollo seboso, sus ojos crueles y carentes de vida; b) los dos se habían puesto nerviosos al hablar de los muertos vivientes, como si se hubiesen visto sorprendidos; c) se comportaban como si fuesen superiores a cualquiera de nosotros, pobres humanos mortales; d) etc.; e) más etc... Aquellos "científicos" argumentos alcohólicos no me convencían nada, tal vez fuese mi formación en ciencias exactas, pero como el juego dialéctico se prestaban a argumentar, argumenté que vale, que seguramente por eso viajaban en tren nocturno del que seguramente se apearían antes de que amaneciese para regresar a sus mausoleos, que en dos personas de cierta edad hubiera sido normal ver alguna colgante en forma de cruz o una medallita de San Cristóbal y que era anómalo que no llevasen nada de eso, que me había parecido que la matrona tenía colmillos algo más aguzados de lo habitual, y tantas otras tonterías que nos hicieron viajar entretenidos, aunque mi estado de ánimo oscilaba entre inquieto y asustado cada vez que recordaba a aquellos de los que habíamos huido.

A pesar de que la conversación era amena y la compañía muy buena, me arriesgué a volver para coger un jersey de mi equipaje. No pude llegar al compartimento, pues había un gran barullo y todo el pasaje estaba en el pasillo intentando enterarse de qué ocurría pero sin acercarse demasiado, pues de allí venían voces, golpes, gritos salvajes, ¡humo!, un ruido sordo parecido a una explosión, fogonazos y un cegador resplandor rojo que invadió el pasillo. Aquella algarabía, incrementada en la que hacían los curiosos, no me hacía olvidar la preocupación por mi maleta, en la que se encontraba un sobre con el regalo para los primos, que maldita la gracia que me había hecho retirar de mis escasos ahorros ―en la invitación, precavidos ellos, ponía expresamente "rogamos que si pensáis hacernos algún regalo, sea dinero en efectivo"― y algunos materiales para preparar unas clases cuya reposición me supondría bastante tiempo y trabajo. Todo ello duró unos minutos, lo que tardó el convoy en hacer la parada de Zamora y que tomasen el vagón unos policías cuya presencia dispersó al momento a los curiosos. Aproveché que el pasillo había quedado expedito para, superando mis temores, ir a recoger mis cosas. Me quedé estupefacto cuando entré allí, con dos butacas quemadas, paredes hundidas por golpes, algunas maletas reventadas y desparramadas, olor a fósforo, los despojos de una batalla inhumana y feroz. Seguidamente me encontré detenido (retenido) por dos agentes que, amables pero inflexibles, me condujeron junto con mi maleta y mi portafolios a la comisaría de la estación, donde me dejaron en manos de otro agente que deduje por sus estrellas que era su superior. No había ni rastro de aquellos dos, como si se hubiesen convertido en humo.

El policía hizo las inevitables bromas sobre mi apellido y si iba a decir la verdad, pero tal como se iba desarrollando la noche, con falta de sueño y entre sobresaltos, ignoré las bromas y permanecí con cara de póker a la espera de que me preguntasen lo que me tuviesen que preguntar y me dejasen continuar el viaje. Esperaba quedarme en tierra y tener que seguir hasta Vigo en otro tren, en taxi o con cualquier otro contratiempo no previsto, pero solo me preguntaron si conocía a la matrona o al marqués, que habían dicho y hecho mientras permanecieron en el tren y si mi equipaje era mi equipaje: contesté, me devolvieron mis cosas, milagrosamente ilesas excepto a un cierto olor a humo, y me pusieron en manos del revisor para que me acomodase de nuevo, pues el tren se había retrasado al tener que sustituir el vagón averiado y reubicar a los pasajeros.

El factor del ferrocarril, un señor mayor, no respondió a mis preguntas más que con evasivas: esos ya no volverían a meterse con nadie... estaban en el lugar del que no hubieran debido salir... si, les conocía y no, nunca le habían gustado. Me dejó en mi nuevo asiento deseándome que durmiese y se alejó a tender a otros pasajeros.

Y llegué a Vigo. Al apearme del tren vi a Simone, que cuando me vio me invitó a desayunar.

― ¿Qué tal la noche, o lo que te han dejado de noche?

― Ajetreada. Es que he dormido poco y no tengo la cabeza muy clara, te parecerá una tontería… pero… ¿realmente serían…?

― ¿Qué, vampiros? Casi. Son aterradores y viven de chuparles la vida a otros, pero no son muertos vivientes. La señora es Doña Rosa, una usurera bastante conocida en casi toda Galicia por su reputación de intransigente, por su dureza en los plazos e intereses y por su costumbre de envíar matones a cobrar a los morosos. Había desaparecido una temporada porque se le suicidó un cliente, que no es el primero, pero es el primero que ha salido en las noticias. El marqués no es tal, pero compró un pazo y desde entonces se presenta así. Este se dedica a cualquier actividad que dé dinero en cantidad, como el transporte y tráfico de estupefacientes, tratos con las mafias rusas, vigilancia y asesoramiento para pateras, robo de almacenes y camiones y cualquier otro que se te ocurra, así como los correspondientes negocios legales para blanquear lo anterior. A ambos los estaban buscando, a la doña, además de por sus negocios, por los métodos con que reclamaba los pagos, pues más de una vez se les ha ido la mano; a él por … por todo. Su prepotencia les ha perdido; ninguno fue capaz de dejar pasar las provocaciones del otro. Ahora están en el hospital, esposados a sus respectivas camas hasta que los trasladen a un penal.

― ¿Y los fogonazos y las luces?

― El marqués, que llevaba una pistola de bengalas. No necesitan licencia y siempre puede alegar que la había comprado para dejarla en uno de sus barcos. Una forma de ir armado sin llevar un arma.

Cada momento que pasaba me sentía más pardillo ― Y, si ya lo sabías… ¿por qué me has dejado creerlo?, ¿y todos esos detalles?

― Pobre Mario. Era una broma que se me fue de las manos. ¿No creerás que sabía que iba a terminar así? Te lo resumo: sabía quienes son y a lo que se dedican, en Galicia es vox pópuli. De lo demás me he enterado mientras estaba "distraída" al lado de unos agentes que habían salido al andén a fumar.

― Soy un ingenuo, pero me alegro de serlo. Mi mundo es mucho más sencillo.

― Venga, Mario, no te enfades; ya me he disculpado. No me dejes así, seamos amigos.

Y así es como conocí a Simone.

MvM