viernes, 8 de agosto de 2008

Anselmo

¿Recordáis a Anselmo, el jubilado amargado? Creo que hasta él mismo cree ya que esa amargura que le oprime el corazón es angustia por sentirse ninguneado y por sentir ya en la nuca el susurro del frío aliento de la Parca, pero no son esos los motivos. La losa cuyo peso soporta está compuesta de miedo y otros sentimientos a los que él es incapaz de dar nombre, pues se niega a reconocer remordimientos, arrepentimientos o cargos de conciencia, pero sobre todo de miedo por no saber cómo deshacerse de esas sensaciones.

Hace mucho tiempo, cuando Anselmo estaba en su plenitud física pero no conseguía mantener con facilidad a su esposa y a sus dos pequeños hijos, el único medio que encontró para llevar mas dinero a casa fue dar palizas por encargo. Eran tiempos duros, la posguerra de miseria y plomo. No informó a nadie, ni a su esposa. No se sentía orgulloso, tampoco culpable; era un trabajo, punto. El único que tenía conocimiento de ello era Tomás, un tabernero que le ofreció el... digamos empleo, y que era a quien realmente le encargaban los trabajos.

Esas veces, cuando Anselmo aparecía por la taberna, Tomás le ponía el vaso de vino y le explicaba que debía hacer y discutían cual era la forma mas eficiente de hacerlo. No eran trabajos sofisticados, solo palizas acompañadas del aviso pertinente: "para que te acuerdes de Mengano y dejes en paz a su mujer", "Fulano, que a ver cuando le pagas las deudas", "tu padre dice que eres un golfo y que no se te ocurra volver por casa ni pedirle dinero a tu madre, cabrón".

El método era sencillo. Después de la jornada en el taller, Anselmo pasaba por casa a cenar y un rato después salía alegando que había encontrado alguna chapuza como fontanero para conseguir algo de dinero extra. Esperaba a su víctima en algún lugar solitario vestido con el buzo del taller y armado con un trozo de cañería (la primera llevó una llave inglesa y la perdió al alejarse de allí corriendo, un tubo era menos problemático y mas barato); para dificultar ser reconocido se embadurnaba la cara con grasa, como cualquier trabajador mecánico. No es necesario que cuente lo que ocurría después.

Era un buen asunto, los ingresos eran buenos y le permitían mantener con holgura a la familia, no solía haber denuncias, nadie sospechaba de él y tampoco era algo que hiciese todos los días. Hasta el día fatal en que uno de los apaleados, una vez pasada la sorpresa de los primeros golpes, se abalanzó contra él, haciendo de la paliza una pelea entre iguales. Los golpes de tubo, habitualmente medidos y controlados (alguna costilla rota y unos cuantos moratones, una vez un brazo fracturado), se transformaron en un ciclón de furia ciega. Cuando cesó la paliza, Anselmo se tenía en pié apoyándose más en su instinto que en sus piernas, miraba a su alrededor como un lobo, las pupilas dilatadas, los dientes apretados, el corazón golpeándole el pecho, la respiración salvaje. El otro era un bulto en el suelo con un charco de sangre nimbándole la cabeza.

Una sombra fugaz desapareció por una esquina. Alguien había visto aquello. Anselmo creía saber quién era, y no se equivocaba. No se sintió capaz de correr tras la sombra: con una muerte en su cuenta ya tenía bastante.

Habló con Tomás sobre esa noche y ese trabajo y los dos estuvieron de acuerdo en que era mejor abandonar esa actividad. No le dijo que le habían visto.

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La primera parte de esta historia me la contó la señora Engracia, mi abuela, la que durante muchos años fue la costurera del barrio, cuando creyó que sus facultades mentales comenzaban a avisar del declive.

― Mario, quiero que me descargues de algo que llevo encima desde hace mucho― y me contó, en esencia, lo que habéis leído hasta ahora.

― ¡Abuela! ¿Y no lo denunciaste?, ¿quién mas los sabe?, ¿lo contaste en secreto de confesión?

― Mario, pareces imbécil ¿para qué lo iba a denunciar o decírselo a nadie? Aquel tipo no iba a resucitar y el otro bastante tenía con llevar eso encima y rumiarlo toda su vida. Y confesarlo ¿con quién?, ¿con el padre Julio, que siempre fue aún mas simple que tú? No, yo ya he arreglado mis cuentas con el de arriba por mi cuenta, sin intermediarios, y me importa un pito que seas un descreído y te parezca una bobada. ―  me contó lo que había visto aquella noche y dejó su conciencia limpia para ir al mas allá. En eso se equivocó totalmente, porque todavía nos tuvimos que aguantarnos mutuamente durante algunos años, hasta que falleció de una pulmonía y sin signos de demencia senil.

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Otra parte la conocí a través de un amigo periodista que, a cambio de mucha vaselina, alguna cerveza y de estimular su curiosidad, investigó en la hemeroteca del diario para el que trabajaba y en los archivos policiales y judiciales. Encontró noticias sobre algunas de las pocas palizas que se denunciaron, alguna sobre el misterioso delincuente nunca identificado y algo mas sobre la investigación sobre el asesinato. El primer policía al que se lo asignaron fue el teniente Benítez, cuya mayor virtud era la constancia y su mayor defecto la falta de perspicacia; su línea de investigación consistió en interrogar "hábilmente" a todos los delincuentes conocidos habituales y amenazar veladamente a los vecinos, todo ello sin resultado; a Tomas y Anselmo, por lo que encontró mi amigo en los archivos. Cuando el asunto fue perdiendo fuerza se lo encargaron al recién ascendido comisario Bau, quien es posible que hubiese descubierto a Anselmo si hubiese tenido el caso desde el principio, pero para entonces ya nadie sabía ni recordaba nada y el expediente fue relegado y perdiéndose.

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Una tarde que Anselmo estaba en el bar, sentado en silencio en un rincón y mirando fijamente su vaso de vino, que normalmente no le servían, como si lo vigilase para que no desapareciese, no sé por qué, me senté a su lado y con la sensibilidad que me caracteriza le pregunté por el asesinato.

A pesar de su edad y sus achaques, me miró como un tigre a quien le tiran del rabo ¿quién dijo que los viejitos son dulces? Al momento se tranquilizó y me dijo

― Claro, tu eres el nieto de la costurera ― y con eso debió creer que lo había explicado todo porque volvió a mirar el vaso como si allí estuviese escrito todo lo que no contaba.

― Ahora ya no tiene que preocuparse, es muy mayor y no pueden encerrarle. Si le sirve de algo, solo lo sabíamos mi abuela y yo, nadie mas.

Me miró como pensando si debía decirme algo o mandarme al cuerno y al rato me habló

― Mejor sigue callado, como hasta ahora; no quiero que se sepa. A mi ahora ya no me importa, pero no creo que a mi hija le gustase que la digan que es hija de un asesino. Tampoco creo que el difunto dejase ningún ser querido ni nadie a quien le importase; era bastante mala persona y no recuerdo que tuviese familia. Al principio me sentía acosado; creía que cualquier policía o guardia civil que andase cerca venía a por mí, como lobos cercando a un ternero. Pensé si tendría que deshacerme de tu abuela, pero nadie daba señales de saberlo, luego supuse que no me había reconocido o que no contaba nada; cuando me crucé alguna vez con ella no mostró miradas huidizas ni recriminatorias. Luego fue un malestar por el ejemplo que podría ser para mis hijos si se enteraban;  solo tuve algunos ataques de angustia y algunas pesadillas donde el muerto levantaba la cabeza y se reía de mí con  la sangre brotándole de la boca. Desde entonces vivo con ello, nada mas; sé que no me han cogido ni me van a coger, solo siento algo que no es remordimiento y que hasta ahora no sabía qué era. Sigo sin saberlo, pero sé como quitármelo de encima... igual que tu abuela, dejando que seas tú quien piense en ello una vez que te lo cuente.

El desgraciado de él me contó los sórdidos detalles y se quedó fresco como una rosa. Levantó hacia mí su vaso, me sonrió y dijo ― Fin, a partir de ahora es cosa tuya si lo cuentas o no, si lo sueltas o te lo comes, je, je.

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Y yo os lo cuento con la esperanza de que seáis vosotros quienes penséis en ello, pero creo que como mi abuela sabía bien, no soy lo bastante listo como para deshacerme de ello y seguiré intentando obtener alguna conclusión ética o estética de esta historia. A Anselmo ya no le importa nada; falleció la semana pasada después de haberse reconciliado con todo el barrio. Últimamente era bastante mas tratable; sonreía a la gente y se había hecho amigo del perro, al que sacaba a pasear sin que se lo pidiesen y al que daba golosinas a escondidas de su hija.

MvM

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